¿Pueden nuestros ojos y nuestra mente enfrentarse a cualquier escena de la gran pantalla? ¿Debemos permitir que queden cosas por descubrir? ¿O quizá parte de lo que el cine nos transmite sea capaz de cambiarnos para siempre?
A pesar del paso de los años, no puedo olvidar cómo de pequeña me impactaba la escena de la huida de los condenados a galeras perpetrada por Judá Ben-Hur (1959, William Wyler), que abría la bodega del barco liberando a un hombre con el antebrazo amputado. Su sola visión me conmovía en un sentimiento de repulsa, miedo y compasión. Cuando he vuelto a ver la película de mayor, me ha sorprendido comprobar que las terribles lesiones de la lepra en la hermana y madre de Ben-Hur eran apenas perceptibles, pero en aquel entonces bastaba con que Martha Scott se tapara la cara y dijera: “¡No te acerques!”. La imaginación de uno hacía el resto.
Quizás le sorprenda al lector saber que, un año después, Espartaco (1960, Stanley Kubrick) sería estrenada con la eliminación de 14 minutos y se le retirarían 23 minutos más, un total de 37 minutos que en 1991 fueron restaurados y que hoy nos cuesta identificar. Incluso la criticada escena en la que el romano Craso (Laurence Olivier) intenta seducir al esclavo Antonino (Tony Curtis) se nos torna a día de hoy como inacabada.
En España la censura franquista prohibió Con faldas y a lo loco, Desayuno con diamantes y De repente, el último verano y cortó Mogambo. Años más tarde, Alfred Hitchcock nos impactaría con la primera violación que vi en el cine, en Frenesí (1972), con Barry Foster y Barbara Leigh-Hunt. Después vendría Acusados (1988, Jonathan Kaplan), donde veríamos a Jodie Foster protagonizando una violación en grupo. No hacía falta enseñar mucho para crear desconcierto y espanto. Creíamos entonces que no podía haber nada más horrendo.
Además de consentir en nuestro cerebro agresiones, violaciones y fornicaciones, nos hemos adentrado también en la mente de psicópatas, como Hannibal de El silencio de los corderos (1991, Jonathan Demme) y todas las que siguieron el género: Seven (1995, David Fincher), El coleccionista de huesos (1999, Phillip Noyce) o la más reciente True Detective (2014).
El cine ha pasado de la sugerencia, la adivinanza o la fantasía al realismo más absoluto. Siempre hay alguien dispuesto a subir el listón. Cómo vamos a comparar el brazo de un amputado o las lesiones de un leproso de 1959 con la autenticidad de la serie Banshee (2013), donde Lucas Hood dispara a bocajarro y muestra la instantánea deformación que produce en el rostro de Chayton la bala en auténtico corte sagital. La violencia es tan brutal, sangrienta, repetitiva y duradera que entre el aburrimiento y el asco pide a gritos que nos la saltemos con el mando a distancia. En esta serie también son muy explícitas las escenas de sexo, como en Outlander, que de postre finaliza con una violación masculina, que era lo que nos quedaba por ver en el elenco de violaciones. Escocia se nos cayó a los pies. ¿Hasta qué punto hay que mostrarlo todo? ¿En qué se diferencia este nuevo género del erótico o el pornográfico? ¿Son diferentes estos actores de aquellos? ¿El desnudo, el sexo, la violencia… son parte de la interpretación? Vamos al estreno de la película y aplaudimos a estos actores, les pedimos un autógrafo y les seguimos en las redes sociales. Después de ver estas escenas cuesta imaginar que Emmanuelle (1974, Just Jaeckin) e Instinto básico (1992, Paul Verhoeven) levantaran tanto revuelo.
Lo preocupante es que estas películas y series se llevan a cabo porque hay personas que aguantan estas escenas e incluso disfrutan con ellas, lo cual resulta preocupante. La violencia y el sexo estaban ausentes en el cine clásico, pero Issur Danilovich Demsky, más conocido como Kirk Douglas, nos conquistó como Espartaco y como vikingo.
Otra película, Hombres, mujeres y niños (2014), de Jason Reitman, refleja el cambio que internet ha producido en las familias actuales y de cómo un adolescente, acostumbrado a masturbarse con vídeos pornográficos, es incapaz de excitarse cuando pierde la virginidad. Esta es una de las consecuencias que el cine que nos llega puede producir en nosotros. Sin darnos cuenta, estamos modificando nuestro umbral de aceptación y de experiencia. Hemos pasado de generaciones de chicos que se masturbaban con una foto de anuncio de ropa interior al que a los quince años no tiene bastante ni con vídeos de sexo hard core. Los trastornos sexuales son cada vez más numerosos y aparecen a edades más tempranas por el simple hecho de haberlo visto todo.
El humano intenta entonces emplear nuevos métodos de excitación, basados en el sexo pero también en el deporte y las drogas. Hace unos meses, una amiga me pidió mi opinión médica sobre la asfixia controlada como método para sentir placer en una sesión de reiki, aunque también es conocido como método de excitación sexual.
Permitimos que por nuestros ojos y oídos pasen escenas y palabras sin cribar. Los límites que debe haber en el cine caen en un debate estéril para muchos porque resulta imposible determinar quién y en base a qué pueden establecerse los filtros, la antigua censura. En nombre de la libertad de expresión, casi todo está permitido hoy en día. Podríamos exigir cierta responsabilidad a los productores cinematográficos, pero seguramente la única solución sea que tomemos conciencia de esta realidad y seamos nosotros mismos quienes seleccionemos lo que vemos o lo que saltamos con el mando a distancia.
El otro día terminé la quinta temporada de Downton Abbey. Ni una violación, ni una trifulca, ni una palabrota. Creo que hasta se me han pegado modales y costumbres victorianos. No temía que alguno de mis hijos merodeara por el salón y escuchara gemir, maldecir o pegar a alguien. No me sentía incómoda si mi abuela o mi suegra se sentaban conmigo a ver la serie. En el fondo, lo único que queremos es pasar un buen rato. No debería ser tan difícil.
√ Rebeca García Agudo