Cuidador de hospital

El médico aconseja operar a un familiar. Los nervios nos rondan hasta que ese día llega, hasta el punto de desear que el día llegue finalmente, que todo se resuelva y veamos a nuestro familiar recuperado.

Cuando fijan la fecha de la intervención, la inquietud se apodera de nosotros, el paso del tiempo es lento, no hay día en que no se hable de la dichosa operación. Nos damos cuenta de que habría sido preferible que nos avisaran de un día para otro, así no habríamos tenido tiempo de pensar en el dolor o en las complicaciones que padeceremos. Todo se vive en familia. Sin embargo, pasa a quirófano el paciente solo. Los minutos en que espera hasta que es anestesiado se hacen insufribles. Parece que el pánico nos invade. Nos sentimos abandonados. Nadie nos da conversación. Hace frío. Todo es gris o verde, metálico, lúgubre, impersonal. ¡Si al menos hubiera hilo musical! Pero el silencio de sótano nos ahoga. Ver a alguien pasar nos infunde vida. Se nos acercan y comprobamos el voraz efecto calmante de un simple tacto.

Por fin se ocupan de nosotros, aunque sea para iniciar los preparativos de la cirugía. La escena parece irreal. Dudamos hasta de que sepan nuestro nombre o el porqué nos hallamos allí. Parece cosa del miedo. Luego viene el adormilamiento, nos dejamos llevar y, para cuando despertemos, nuestro familiar se ocupa de nosotros por entero.

El familiar aguarda en la sala de espera. No sabe nada de su marido, esposa, hijo, hermano, madre. Cree que han pasado veinte minutos de cirugía sin saber que aún sigue despierto o que acaban de anestesiarlo. Se lo imagina dormido, abierto, con pérdida total del control de su cuerpo, en manos absolutas de otros, extraños expertos en sanidad a los que se lo ha entregado. O no quiere imaginar nada. En su interior bullen la angustia y el desvelo. Es difícil mantener la postura en la silla de plástico. El respaldo termina en las vértebras dorsales y es la pared la que aguanta cabeza y cervicales. Cruza la pierna derecha sobre la izquierda, la izquierda sobre la derecha, apoya ambos pies en el suelo, se deja caer en el asiento, se yergue y vuelta a empezar. Antes se hacían crucigramas, ganchillo, se leía una revista. Hoy se consulta el móvil.

Pueden pasar horas de cirugía, horas de despertar, horas de traslado a la habitación. Móvil, móvil, móvil. Tantas horas pendiente de una persona que no sabe que estamos ahí y que justifica cualquier espera e inquietud. Nuestro único propósito es que se encuentre bien. Le observamos y regresamos a él con nuestra mirada una y otra vez confirmando su estabilidad, color de piel, gesto de dolor. sillón hospital

El sillón de la habitación es aún más incómodo que la silla de plástico de la sala de espera del quirófano. Al rato descubrimos una barra de hierro bajo la cama que nos permite apoyar los pies y encontrar cierto confort. Las normas del hospital nos impiden utilizar el baño de la habitación, destinado en exclusiva a los pacientes. También hay que buscar una papelera en el pasillo que conecta las alas de hospitalización, donde una máquina nos servirá comida y cena en forma de sándwich.

El compañero de habitación enciende la televisión. Es lo último que queremos oír. Todavía rondan en nuestras cabezas la anestesia, el madrugón, el cansancio que produce el estrés constante, el dolor muscular que nos ocasiona el colchón de gomaespuma. Recibe visitas, orina en el baño sin cerrar la puerta, conversa, come, tose, nos pregunta por nuestro proceso, nos hacemos compañeros, compartimos el alquiler de la televisión.

Nos cuesta mucho conciliar el sueño. El dolor no nos permite cambiar de postura y tampoco el sillón a nuestro acompañante. Cuando por fin lo logramos, la auxiliar nos coloca el termómetro bajo la axila. O viene a fregar el suelo el limpiador. O nos toca cambio de suero o analgésico intravenoso. Menos mal que tenemos a nuestro familiar, que nos acerca el agua, el mando de la televisión, contesta el móvil, nos trae la cuña para orinar y la devuelve enjuagada al baño, nos anuncia el menú que descubre al abrir la bandeja de comida, nos trocea el filete, nos ayuda a incorporarnos, nos arregla los cables de la medicación o las gafas de oxígeno, nos estira las sábanas, nos arregla el embozo, nos arropa, nos peina, nos quita las gafas y nos las vuelve a poner, nos echa crema, colonia, nos masajea las piernas, informa al médico de todo nuestro comportamiento durante el día anterior como si volviéramos a ser niños.

Este es un homenaje a los cuidadores de hospital, sobre todo mujeres, que no se separan de sus familiares, que recrean su hogar en unos metros durante una temporada y afrontan cada día con energía y esperanza. A aquellos cuidadores a los que nadie les pregunta cómo se encuentran, cómo han dormido, cómo han comido o cómo no les duele la espalda o la cabeza por mal dormir en un sillón.

Rebeca García Agudo

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