No me llaméis, montañas, que no añoro los bosques apretados de encinas ni el verdor de los prados cuajados de amapolas al romper la mañana.
No extraño ya los campos ni los picachos recios de los montes enhiestos desafiando a las nubes ni el frío del invierno ni las cimas nevadas.
Tampoco echo de menos las aguas revoltosas de los bravos arroyos rompiendo entre las peñas ni aromas de tomillo ni esencias de lavanda.
Ni siquiera ya evoco el trino del jilguero erguido y arrogante, oculto entre los pinos, ni el cri-cri de los grillos en la noche callada.
No me llaméis, montañas, que ahora soy del mar, de las dunas de arena y de la blanca espuma que dispersan las olas al morir en la playa.
Ahora soy marinero del puerto, de la sal, del barquito de vela, del viento de levante, del rojo atardecer y la noche azulada.
Me gusta el cielo abierto, el sol resplandeciente, la luz, el horizonte, el chillar de gaviotas y la luna de plata reflejada en el agua.
Aquí quiero morir y entregar mis cenizas a las aguas del mar que me tiene embrujado, y diluirme en ellas para la eternidad.
√ Pedro García Martos